Y mucho.
Duele, como dice Fernando Vallejo, cuando uno recuerda “algún momento de dicha efímera vivido [allí] e
irrepetible en otras parte,” así como cuando un recuerda lo jamás vivido, los
campos que las minas antipersonales nos impidieron visitar, las carreteras que
no transitamos por miedo a ser secuestrados por la guerrilla, los amigos con
los que jamás pudimos celebrar, porque murieron en atentados, en secuestros,
por balas perdidas, por misiles que llegaron a su objetivo.
A veces,
para que no duela tanto, uno cubre los recuerdos con mantos de olvido. En eso,
los colombianos somos expertos. Así como mi generación apenas aprendió esbozos
del horror que fue la época de la violencia, las nuevas generaciones creerán que Trujilo,
el Chengue, la Chinita, Tacueyó son nombres de sitios turísticos, de
pueblecillos perdidos a la vera de la economía. Creerán, además, que los ríos
colombianos sólo están contaminados por desechos de fábricas y similares
porquerías, y olvidarán que cuerpos y pedacitos de cuerpos humanos le
disputaban a los peces el curso de los ríos.
En olvidar
y negar somos expertos los colombianos, repito, en cubrir nuestro dolor con telones. Por
eso, Jairo (Julián Román), el personaje principal de Retratos en un mar de mentiras, nos parece tan cercano. Jairo es
uno de tantos fotógrafos que se rebusca la vida en las plazas de las grandes
ciudades, uno de los tantos cuyo oficio es levantar telones de mar, para que la
gente no descubra a Bogotá, o forzar a sus clientes a que sonrían, para que no
se vea el cansancio de sus vidas, o forzarlos a que cubran sus cabezas con
sombreros de mariachis para olvidar de una vez por todas que estamos en Colombia.
Quizás por
eso, su prima Marina (Paola Baldión) lo ama en silencio. Ella ha visto los
horrores de la guerra. Ella sabe bien el valor de Jairo, un rostro que sonríe a pesar de todo es un oasis en medio
de un desierto de desdichas. Porque la vida de Mariana ha sido eso. De niña,
nos cuenta la película en flashbacks, tuvo que abandonar la casa en la que
vivía con su abuelo Nepomuceno (Edgardo Román), sus hermanos y sus padres
(Carolina Lizarazo y Carlos Hernández). Marina tiene la mirada de muchos
desplazados. Yo los vi de cerca cuando trabajaba en el CICR, cuando paraba en
los semáforos de Bogotá, cuando cerraba mis párpados por la noche. Son ojos que
miran como observando el recuerdo y rehusando el presente, que se escabullen de
las miradas y buscan refugio en el anonimato, quizás creyendo que son
invisibles cuando no establecen contactos con quien los mira. Yo conozco
muy bien esos ojos, a pesar de haber dejado Colombia hace ya varios años no
dejan de atormentarme todos los días de mi vida.
El
desplazamiento no es un crimen del pasado, es una tragedia que se perpetúa en
el presente. Marina lo sabe bien. Lo sabe cuando tiene que llegar a su casa con
lo poco que puede comprar para comer, lo sabe cuando recuerda a sus padres
asesinados y encuentra a su abuelo borracho, incapaz de afrontar el dolor de
sus penas. En su tugurio de hojalata, Marina se encierra en su habitación para
que su embriagado abuelo no la golpee. Entonces, reza al Divino Niño y él la
escucha, por eso envía un deslizamiento que causa la muerte a Nepomuceno.
Gracia divina, dirán algunos.
Luego del
entierro de su abuelo, Jairo y Mariana deciden ir al lugar de origen de su
familia para recuperar las tierras de su familia. Lo hacen en un Renault cuatro.
Mariana, como siempre, observa desde las murallas que el dolor ha construido en
su vida. Jairo, en cambio, habla y habla. A su prima, le dice que se
tranquilice, que nada malo le va a pasar, porque él está con ella. Se lo dice,
mientras la cámara nos muestra casas destruidas por recientes combates,
soldados armados hasta los dientes, letreros que avisan de la cercanía de la
guerra.
En medio de
un páramo, Jairo y Mariana se encuentran con un retén de la guerrilla. El
ejército llega pronto y comienza un tiroteo. Por fortuna para Jairo, Mariana
logra percatarse a tiempo y le salva la vida a su primo. En Colombia, es el que
desconfía el que sobrevive.
Marina y
Jairo atraviesan las montañas con nieves perpetuas, los valles de calores
pegajosos y fauna variopinta, las cordilleras interminables que surcan carreteritas
y trochas de mulas. Al final, luego de perder su carro, llegan a su destino.
El pueblo
de Marina y Jairo celebra fiestas, y, como siempre en Colombia, todos parecen
alegres. Marina, sin embargo, cual Pedro Páramo es capaz de ver los muertos: Los
Quezada, el tendero, su familia, todos aquellos que murieron en quién sabe cuál
de tantas masacres que han existido en Colombia. Jairo, en cambio, piensa que
la fiesta es una oportunidad para tomar fotos y recuperar en algo el dinero
perdido. De forma imprudente, Jairo termina confesando a dos paramilitares no
sólo el motivo de su viaje, sino la existencia de las escrituras que pueden
probar que él y su prima son los dueños de las tierras que le dejó su abuelo.
El final,
ya lo imaginarán. Basta leer las noticias para saber qué le pasa en Colombia a
quienes desean recuperar los terrenos que alguna vez fueron suyos. Igual, poco
importa. Porque sobre ese mar de dolores, construiremos mil telones de mentiras.
La verdad sólo se verá a destellos, en películas como Retratos en un mar de mentiras o en otras obras de arte.
Durante
muchos años de mi vida, yo caminé desde la calle diecinueve hasta la Avenida
Jiménez de Quesada. Recuerdo muy bien los rostros de dolor que habitaban esas
nueve cuadras: un invidente que tocaba un acordeón y que decía, Mi Dios se lo pague y se lo multiplique, cada
vez que alguien dejaba una moneda; un señor con las piernas flácidas que
acostaban en el costado occidental de la avenida séptima, cerca de la Iglesia de
San Francisco; los niños que dormían en la calle y que a la entrada de la
Universidad del Rosario nos vendían chicles y golosinas. Carlos Gaviria en un travelling
muestra esa misma cuadra, con varios de sus personajes. Es extraño, después de
muchos años y a muchas millas de distancia, debo decir que inmortalizar el
dolor le da cierta dignidad al infierno que está a nuestro lado y que no
vemos, enceguecidos por mares de mentiras.
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